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La inmensidad del desierto más árido del mundo no es algo desconocido,

el caminar del chasqui es habitual, comunicar y trasladar tanto información como objetos de un lugar a otro es la misión.

Una cultura persistente que ha luchado por mantener ritos, lenguaje

y costumbres, defendiéndose y acogiendo a la vez  la insistente españolización de sus tierras y creencias. Jilarka, Huantija, Achaches, Kallanka, apachetas, ayllus y familias como los Mamani (les han otorgado

la responsabilidad de proteger y difundir la cultura aymara)

son la persistencia del desierto, específicamente del camino del Inca

que cruza más de tres países en la actualidad, con una longitud total aproximada de 30.000 kilometros, pero constituyen una sola historia.

 

Miradas aymaras nos embisten para hacernos recordar de quién

es el territorio visitado, la apacheta, altar para agradecer a la Pachamama

y pedir protección de los Apus, nos habla de una cultura mística y científica,  el silencio y la inmensidad del desierto son retratados bajo dos visiones;

una desde las alturas compuesta por una mirada cartográficas y otra

desde la tierra, haciéndonos entender que en cualquiera de los casos

los observadores somos un mínimo absorbido por esta inmensidad natural.

 

Aymaras y quechuas son la identidad  del símbolo que caracteriza las partes constituyentes de una historia y el simbolizante de una civilización de golpes y contra golpes, donde la ruta es el vaso comunicante entre un sitio y otro pero a su vez es la posibilidad de observación, estudio y catalización

de una cultura de paisajes compuestos de sol, viento, frío, musica, fiestas

y de un ojo que puede mirar un infinito de imágenes auténticas que pueden ser antiguas pero generan un pensamiento auténtico nuevo.

 

Camila Opazo

 

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